El monje de “El mercenario”

Autor: Dark Moon Walker.

Tal vez sepas que los escritores nos inventamos todas las historias que contamos, incluso las que son ciertas, ya sea por proteger la intimidad o integridad de sus involucrados, porque la realidad es tan dura que queremos suavizarla, porque, por el contrario, la exageramos para denunciarla o, simplemente, porque desde nuestros cerebros hasta las letras que escribimos están nuestros recuerdos; y estos no son del todo fiables. Razones por las que pueda que ahora no creas la siguiente historia; pese a cierta. Pues, de seguro, la verdadera trama de este relato, ocurrió en algún sitio, cuyo nombre nunca supe, a un tipo tal cual hay miles. Por lo que no nombraré lugares ni el nombre real de quién me contó la historia por la que, ahora, me invento la siguiente. O tal vez, quién sabe, pueda que nunca lo sepas y te esté mintiendo en todo; y sinceramente.

El caso fue que, hace tiempo, conviví por unos meses con ciertos mercenarios muy nacionalistas, aunque ellos se llamaban militares, más promovido por este afán mío de documentarme que por involucrarme con ellos. Y porque, por esos azares de la vida (aunque el azar no existe), no me quedó otra salida más consecuente que vivir con ellos, pues siempre he sido de economía más bien pobre.
Eran tres y, todo hay que decirlo, militares de élite, pertenecientes a dos fuerzas especiales militares del país en el que resido, aunque todos se habían formado en la misma base. Por su trabajo habían viajado a muchos países y, bien pagados, a otros tantos habían ido por su cuenta. Eran grandes y fuertes, todos tenían tatuajes, aunque ninguno visible a simple vista, y, al menos dos de ellos, eran groseros y fanfarrones. La verdad es que eran groseros, bien groseros, pues suele ser una característica de los miembros de estos cuerpos militares especiales, y es que pasan mucho tiempo a solas con su unidad en condiciones inclementes, con lo que esa es su forma de animar al que se ha caído, al herido, al débil, o a sí mismos.

Por esta deformación profesional primero me llamaron “Gafas”, luego “Letritas”, después me llamaron “Pico de Oro” pero por último decidieron tácitamente llamarme por mi nombre; cosa que les agradecí, y les agradezco.

Mas no hablaré de los tres, pese a que me contaron todos muchísimas historias, me centraré sólo en uno, el de mayor rango e inteligencia, aquel que hablaba varios idiomas con corrección y de forma educada; y a quien yo llamaba “Jefe”. Aquel al que sólo me referiré en esta historia como “El mercenario”.

Lo podría llamar “El militar” pero creo que se ajusta mejor el otro nombre ya que entre los mercenarios y los militares sólo veo una diferencia. Y es que el militar, si le conviene, mata a sus enemigos mas, el mercenario, si puede, mata los enemigos de otros. Y este caso, el que ahora os cuento, se ajusta más a lo segundo que a lo primero. Aunque nunca hablé de esto con “El mercenario” ni con ninguno de los otros dos, ni en sus borracheras más sinceras, que fueron muchas y con diversas drogas. Y, aunque tampoco creas esto, no se los dije más por pena de ellos, por lo que podrían pensar de sí mismos con tal idea, que porque aún tenía que vivir allí; y me podían inflar a golpes.

En una de esas noches en las que los cuatro estábamos ebrios, a las tantas de la madrugada, cuando uno de ellos estaba follándose a una en su cuarto, el otro estaba inconsciente en el sofá y “El mercenario”, sentando a mi lado, haciéndose un porro, me contaba no sé qué de las prostitutas vietnamitas y porque ellos entraban de tres en tres a los burdeles. “El mercenario”, aquel hombre alto, musculoso, fuerte, de mirada dura y ancha mandíbula; se me echó a llorar.

Fue un llanto extraño, no por la impactante imagen de ver a aquel hombretón llorar, sino porque, simplemente, en silencio, sin proferir ningún sonido, le empezaron a caer mansas lágrimas desde sus ojos que recorrieron su moreno rostro hasta gotear por su barbilla, enmudeciéndolo de repente, y haciendo que desenfocase su vista.

Recuerdo que, en ese momento, por mi ebriedad y natural sensibilidad, me dio por extender una mano y con su dorso secar las lágrimas que ya caían desde su barbilla, tras lo que me espetó un seco: “¡¿Qué haces?!” Pregunta a la que yo respondí mintiendo, diciendo que iba a mojar el porro.

Pasó un tiempo callado, hasta que terminó de hacerse el porro y empezó a relajarse fumándolo, instante en que me hizo una extraña pregunta para la situación en la que nos encontrábamos pues, como quien pregunta si sabes la verdad de un secreto, me dijo: “¿Crees en Dios?” A lo que no respondí pues de inmediato continuó hablando.

Me contó que él antes no creía pero que empezaba a creer, por lo que le pregunté a qué se debía el cambio y, tras mirarme seria y fijamente a los ojos, como sopesando si me reía de él o si era conveniente contestarme, en el breve espacio de tiempo que duró aquel porro, me contó la verdadera trama de esta historia.

Él me dijo que se la habían contado, que le había pasado a un conocido pero, los silencios que tuvo mientras me contó la historia, aquellos momentos en los que perdía la vista, se llevaba el porro a los labios y era cuando se daba cuenta de que ya estaba apagado. Aquellos extraños y largos momentos en los que brillaban sus ojos pidiendo más llanto; no me dejaron duda alguna de que era él quien había vivido todo aquello.

Creo que me lo contó a mí porque, aunque esto tampoco te lo creas, la gente suele contarme sus intimidades, supongo que pensando que, no siendo para ellos mal tipo, si yo no les censuro, si no los juzgo o los critico; lo que hicieron estuvo bien.
Me lo contó a mí y en voz baja, con voz impersonal, hueca, porque tenía que contárselo a alguien. Así, de un tú a tú, sincero, sin uniformes ni galones. Me lo contó a mí y de esta manera porque hay secretos que matan; y matan literalmente. Me lo contó a mí, simplemente, porque, por muchas razones, yo estaba allí y le escuchaba. Me lo contó a mí y, pese a que fue hace muchos años, y nunca lo he escrito y a nadie hablado; yo ahora a ti te lo cuento.

Las fuerzas especiales militares trabajan siempre en toda zona de conflicto bélico, sea o no oficialmente. Cuando es oficial lo denominan “operaciones especiales” y, cuando no es oficial, “guerra no convencional”. Estas “operaciones”, tanto oficiales como no oficiales, son de multitud de tipos según su objetivo. Así las hay de reconocimiento, para recabar información sobre el enemigo comunicándose con contactos nativos, las de sabotaje de objetivos militares, las de formar la milicia o cuerpos de seguridad nativos (a lo que llaman algunos, en argot militar, “multiplicar”) o, simplemente, matar a alguien en particular. Y, esto último, fue la misión que le encomendaron a “El mercenario” y a otro militar. La misión que me contó.

Alrededor de un año antes de esa conversación que tuvimos “El mercenario” y yo dicha noche, como ya dije, lo mandaron a él y a otro a matar a alguien, un dirigente político, en un país extranjero. Los motivos, que por años investigué después, fueron bien sórdidos; crear inestabilidad política e iniciar un nuevo conflicto armado para lo de siempre. Destruir un país con el negocio de la guerra y hacer negocio después con su reconstrucción. Cosa que bien sabía “El mercenario”; pues de tonto no tenía nada.
La misión se llevó a cabo como todas las misiones de alto secreto, con sumo celo, bien estudiadas, sin dejar ningún cabo suelto. O eso trataron, pues aquellos mandos militares, los que planearon la misión, no sabían nada sobre el alma humana; por lo que jamás la tuvieron en cuenta.

Así, en el mayor de los secretos militares (aquellos que jamás son reconocidos ni en sus victorias ni en sus fracasos) “El mercenario” y el otro militar viajaron en avión, por separado y como turistas, hasta un país. Desde donde viajaron a otro país en un helicóptero militar de una autonomía de vuelo de doscientos kilómetros con el que, de esta manera, de doscientos en doscientos kilómetros, desde base militar a base militar, volaron sobre todo éste segundo país hasta la frontera de un tercero; lugar en el se encontraba su objetivo.

Una noche, pese a que el tiempo no acompañaba, pues era la época de lluvias de la zona, tras que sus mandos se enteraran de que su objetivo no andaba lejos, les ordenaron a él y al otro tomar sus equipos que, según “El mercenario” me explicó con mucho detalle, contaba esa vez con un fusil de francotirador, un arma voluminosa y pesada, que utilizaría su compañero. Supongo que me lo explicó con tal detalle para distenderse, para tratar en algo de quitarle gravedad al asunto hablando de naderías que le entretenían mientras buscaba el valor para seguir hablando.

De esta forma me explicó que esa noche, “El mercenario” y el otro, saltaron con cuerdas sobre la selva de ese tercer país desde un silencioso helicóptero que voló a tan baja altura, para evitar los radares, y en tan oscura noche, que en una ocasión, tras chocar las ruedas del pequeño helicóptero con las copas de los árboles, según sus propias palabras, casi se van todos a la mierda.
De esta manera entraron clandestinamente en el país, sin insignia en sus uniformes ni identificación alguna, portando equipo procedente de multitud de países; bajo el más absoluto secreto. Y una insistente lluvia.

“El mercenario” me contó que el descenso del helicóptero fue complicado, pues no sólo fue esquivando árboles y bajo una fuerte lluvia, sino que cayeron sobre una pendiente llena de lodo por la que se deslizaron, cayendo al suelo más de una vez, dando vueltas aparatosamente junto a su pesado equipo. Hasta que llegaron a terreno más llano.

Allí se orientaron y empezaron a hacer camino por horas, sobre blando barro y bajo una lluvia persistente. Sus órdenes eran buscar la aldea donde se encontraba el objetivo, aldea que se hallaba a unos veinte kilómetros de su posición, vigilar apostados en una loma cercana, desde donde se podía divisar perfectamente la aldea, coordinados por radio con sus mandos a la espera de la descripción del objetivo, asesinar a su objetivo, caminar a marchas forzadas treinta kilómetros hasta el punto de evacuación donde un helicóptero los recogería; y olvidar todo el asunto.

Caminaron los dos, por estos motivos y de esta manera, por muchos kilómetros hacia dicha loma pero la lluvia no sólo insistió sino que aumentó de tal forma que se les hizo impracticable el camino por lo que, tras haber visto por el trayecto una cueva, decidieron regresar y refugiarse en ella. Mas la cueva estaba habitada.

Pues en ella vivía un viejo monje, un anciano ermitaño y ciego. Según lo que me contó “El mercenario”, al anciano se lo encontraron de pie y sonriente, apoyado en un palo, que le hacía las veces de bastón. Me dijo que tenía unos ojos brillantes, muy brillantes y oscuros, esas arrugas de los ancianos amables y una sonrisa de dientes tan blancos que, en conjunto, daba la sensación que era un niño sucio y no un anciano vestido con harapos.

Cuando entraron el anciano no más les sonrió con esa sonrisa espontánea que tienen a veces los niños, mientras les brillaban sus ciegos ojos, y les hizo alegres ademanes para que entraran, señalando una pequeña hoguera, invitándoles a calentarse. “El mercenario” y el otro, tras registrar toda la cueva, mientras el anciano se afanaba en hacer una infusión para sus invitados, resolvieron quedarse allí hasta que amainara la tormenta y así volver a hacer camino hacia su objetivo. Y allí, en ese momento, tras que el anciano les sirviera una infusión, que ninguno de los dos tomó, y se sentara frente a ellos con sus manos sobre su rústico y pequeño bastón, sin dejar de sonreírles; empezó la discusión. La discusión que tuvieron “El mercenario” y el otro sobre qué debían de hacer con el anciano.

“El mercenario” opinaba que simplemente debían dejarlo atado y con una mordaza, pues siendo ciego no podía describirlos y ya que los dos se hablaban en inglés y con diferentes acentos, pues ambos procedían de países muy distintos, no podría dar ninguna información útil sobre ellos, más que eran extranjeros; cosa que nada importaba pues, tras matar a su objetivo, todos deducirían que habrían sido extranjeros. Sin embargo, el otro opinaba que era mejor matarlo para no correr riesgos. Algo a lo que se refirió por dos veces como “divertirse” con una sádica sonrisa en su rostro y tocando con una mano su puñal de combate. “El mercenario” insistió en que no era necesario matar al anciano, pues, tal cual era, no era peligro alguno para la misión. Mas el otro continuó opinando que era mejor matarlo.

Y así se pasaron discutiendo acaloradamente durante casi dos horas ante el silencioso, sonriente y ciego anciano hasta que la lluvia paró de repente y se hizo un patente silencio en la selva. Momento en el que el otro, sin dejar de sonreír con sus dientes y labios pero mirando de una forma grave y oscura, se dirigió al anciano sacando su puñal de combate. “El mercenario” le dijo que parase, el otro no le respondió y continuó su camino moviendo el puñal como si cortara el aire, sádico y divertido, mirando al anciano que no dejaba de sonreírles. Pero, cuando se acercó al anciano, éste, sin dejar de sonreír ni levantarse de su asiento, cual niño contento, le propinó dos fuertes golpes con el palo, uno en la mano y otro en el diafragma, lo que casi provocó que el otro dejara caer el puñal y que perdiera casi por completo la respiración; haciéndolo retroceder. Motivo por el que el militar, lleno de ira, cuando recobró el aliento, profiriese un “ahora si me voy a divertir” y se dispusiese de nuevo a matar al anciano. Y posiblemente lo hubiera matado si el “El mercenario”, en un acto visceral e irreflexivo, movido por sus propias pasiones, por su ego y por su odio, no hubiese sacado su pistola y le hubiese pegado un tiro en la nuca al otro. Un disparo que, amplificado por la cueva, sonó por la silenciosa selva, resonó, patentemente, durante muchos kilómetros, alertando a todos los que lo escucharon. Y, cuando se acabó de propagar el sonido, para sorpresa de “El mercenario”, el anciano, aún sonriente, le dijo en inglés: “Buen chico.”

Tras ello, impactado, “El mercenario” abortó la misión, enterró el cadáver del otro junto al equipo de éste en la selva, caminó hasta el punto de evacuación, comunicó por radio que habían sido casualmente sorprendidos por unos milicianos mientras se dirigían a la loma, que sólo él había conseguido sobrevivir. Y fue evacuado de allí en helicóptero.

Cuando terminó de contarme todo esto, “El mercenario” me preguntó sin mirarme, sin querer mirarme, con un hilo de voz, casi musitando: “¿Crees que hizo bien mi amigo? ¿Que tenía razón el anciano?” Yo no le contesté, simplemente, tomé de su mano el porro apagado, lo encendí y, tras inspirar largamente por la nariz y exhalar con mi aliento un suspiro lleno de humo, mientras fumaba, embriagado por las drogas que había tomado, a esas horas de la madrugada y embargado por mis propias emociones y ego; comencé a llorar en silencio, extrañamente, sin proferir sonido alguno.

Sé que lo más seguro es que no me creas pues soy escritor, por lo que pensarás que sólo es una impostura, un invento, que “El mercenario” no existe, que nunca ha existido, y aún menos los monjes ancianos, ciegos y ermitaños que saben defenderse y hablan inglés; pero lo cierto es que esta historia es tan cierta como mis propios recuerdos.
O tal vez no, quién sabe, pueda que nunca lo sepas; y tan sólo mienta…

Aunque, realmente; qué más da.