El gusto hedonista y sensual francés en el crepúsculo del “Antiguo régimen”

Artículo dividido en tres partes que iremos publicando, sucesivamente, en los próximos números.

Primera parte.

En su Ética a Eudemo, Aristóteles describe exactamente aquello que conocemos como experiencia estética, que él denomina, al igual que Pitágoras, “asumir una actitud de espectador”. Creemos realmente necesaria describir esta actitud tomando para esto las palabras de Tatarkiewicz1:

“a) se trata de la experiencia de un placer intenso que se deriva de observar o escuchar, un placer tan intenso que puede resultarle al hombre difícil apartarse de él; b) esta experiencia produce la suspensión de la voluntad hasta tal punto que se encuentra, por decirlo así, ; c) la experiencia tiene varios grados de intensidad, resultando a veces ; sin embargo, en comparación con otros placeres que, cuando son excesivos, resultan repugnantes, nadie encuentra repugnante un exceso en este tipo de experiencia; d) la experiencia es característica del hombre y sólo de él; otras criaturas tiene sus placeres, pero estos se derivan más bien del gusto y del olfato que de la vista y la armonía percibida; e) la experiencia se origina en los sentidos, sin embargo no depende de su agudeza […] los animales no tienen este tipo de experiencia; f) este tipo de placer se origina en las mismas sensaciones […]: de lo que se trata es que las sensaciones puedan disfrutarse bien por sí mismas, o por las cosas con las que se asocia [….]”

Al leer lo anteriormente citado nos podemos trasladar sugerentemente a la habitación de un hotel francés o a cualquiera de los salones parisinos de los cincuenta primeros años del siglo XVIII, en donde la belleza, la gracia y el buen gusto eran el primer paso para embriagar nuestros sentidos e inmiscuirnos en un lugar donde lo importante no era el contenido o el objeto individual y singular de la estancia (aunque hubiese un ávido consumo de piezas singulares) sino la sensación, la fascinación, el placer… que dicho espacio es capaz de proporcionar al individuo que vive sus días en un estado de abandono arrebatador constante. Ese abandono es preludio de lo que se avecinaba, reflejo de la sinrazón de un siglo en el que la razón empezaba a llamar a las puertas de toda la esfera intelectual.

Curiosamente solemos ver el rococó como antítesis del neoclasicismo, y es cierto que ambos estilos en apariencia resultan diferentes, casi como si hubiese una fractura entre ambos. Debemos entender que durante el rococó seguía realizándose un arte académico que seguía fiel al clasicismo francés que era visto como un arte heredero de la antigüedad, el cual prácticamente pasa sin cesura hacia neoclasicismo. A pesar de los excesos, el rococó, es también un arte en el cual germinan las ideas ilustradas. No debe olvidarse que no sólo estaba dirigido a los aristócratas, sino también a la alta burguesía, y que el paso del reinado de Luis XIV a la Regencia supuso una relajación de las costumbres bastante inusitada, acercándose más a lo burgués que a lo cortesano. Las obras en las que los personajes aparecen en actitudes cotidianas o banales, resaltando sobre todo su lado humano, reflejan esta nueva cultura.

Las actitudes son menos grandilocuentes, destaca el gesto leve, moderado y elegante, la insinuación constante de lo sensual. El amor se convierte en una escenificación permanente, en un juego galante donde los amantes pueden disfrutar plenamente de la complicidad y casi de la aceptación social. Es un juego muy antiguo que ha sido aceptado tanto en el ámbito masculino como en el femenino: es difícil saber si la infidelidad se convierte en el deporte nacional o lo era ya. Dice Montesquieu2: “A un marido que quisiera poseer él sólo a su mujer se le consideraba como un perturbador de la alegría pública y como un insensato que quisiera gozar él sólo de la luz del sol excluyendo a los demás hombres”. Esta sociedad se deja llevar por el amor sin pensar en las consecuencias. El hombre ha dejado a un lado la moral férrea y la etiqueta para disfrutar de todo aquello que exalta sus sentidos. Gusta de la conversación perspicaz, de los placeres de la mesa –no sólo la riqueza de los alimentos sino también del arte de una bella mesa (decorar la mesa con preciosas vajillas, cubiertos, copas, flores, centros de mesa…)–, la música superflua y melodiosa, la poesía ingeniosa, la decoración exquisita, los ropajes, las joyas, los perfumes, el maquillaje… todo constituye un placer y un arte. Es como si conservasen la exquisitez de la aristocracia y las costumbres burguesas más relajadas, pero con un toque elitista y diferenciador. Hay que tener en cuenta que al hablar de la sociedad rococó nos referimos a la realidad particular de un determinado sector social.

Los espacios se vuelven más íntimos, no sólo por la complicidad y la relación de los individuos con el entorno, sino también por el tamaño, que es más reducido a lo ancho y lo alto. Las habitaciones anteriormente podían tener usos más diversos, eran polifuncionales, pero en esta época las necesidades de habitabilidad cambian y la disposición interior del espacio y su distribución se modifican.

A finales del reinado de Luis XIV la corte abandona Versalles, donde queda un desolado y austero rey que mantendrá dicha actitud hasta su muerte. La aristocracia se traslada a Paris y adopta un modo de vida más burgués, adoptando como vivienda los hoteles pequeños, pero exquisitos, más íntimos que la corte. Cuando el duque de Orleáns toma la regencia del futuro delfín Luis XV, se traslada al Louvre y comienza una nueva etapa llena de alegría, frivolidad y despreocupación, ocupándose más bien poco de sus funciones como gobernante en funciones.

El regente promueve este nuevo estilo aunque, no obstante, el traslado de la aristocracia de Versalles a Paris hace que el hombre adopte per se esta nueva actitud, una nueva manera de conocer y aprehender el mundo, la influencia de la burguesía, la universidad, los intelectuales, el caos propio de la ciudad, la desnaturalización… reflejada también en el arte.

Kant frente a la estética de lo placentero

Podríamos citar a muchos escritores que critican y censuran este arte, empero resulta interesante centrarse en Kant como filósofo coetáneo a dicho gusto, de gran influencia en el arte y la teoría del arte posterior, como crítico mordaz de este periodo o más bien de este arte, destacado sobre todo en la teoría de la vanguardias hasta los 1970 aproximadamente.

Kant define su juicio del gusto como un juicio desinteresado, subjetivo y universal. Se opone al gusto sensual, placentero y embriagador del rococó, posicionándose como seguidor de la forma, el dibujo y de todo arte que no engañe a los sentidos ni a la razón, cuyo fin sea cultural y no placentero.

Su idea de la belleza tiene ciertas concomitancias con la idea de belleza en la antigüedad puesto que ésta es capaz de acercarnos a la idea, es agradable por tanto para el intelecto, un placer diríamos espiritual, no sensorial, de ahí que prefiera la poesía de los antiguos frente a la de sus contemporáneos, que es demasiado ingeniosa y artificiosa. La música es para él casi un arte maldito, ya que está destinado al placer sensorial y efímero. La única melodía un tanto respetable sería la vocal por sus relaciones con la poesía. Intenta acercar el juicio moral y el juicio estético basándose en el concepto de belleza como bien moral.

Rosario Assunto3 explica cómo para Kant en el rococó las Bellas Artes se confunden de las Artes placenteras, puesto que éstas han caído de su pedestal para estar al servicio del placer y la gracia. El cuadro es todo el ambiente, que es “más grande y omnipresente”; con sus propias palabras Kant describe el ambiente como:

Un jardín con las más variopintas clases de flores, un cuarto con toda clase de adornos (incluidos los abalorios propios de las damas), constituyen, una fiesta suntuosa, una especie de cuadro, que como los cuadros propiamente dichos, están ahí sólo para ser mirados, para entretener la imaginación en libre juego con las ideas y ocupar el juicio estético sin un fin determinado4.

Esto supone para Kant la caída en lo mundano del arte, aunque más bien lo que propugnaba es aquello que posteriormente vitoreará el surrealismo: la unión arte-vida. En el cuadro de ambiente rococó no hay separación ninguna entre las artes y la escenificación que la persona lleva a cabo en este espacio, donde reina la apariencia y lo teatral. Tal circunstancia es posible gracias a la relajación de la moral y las costumbres, y unos nuevos planteamientos vitales, donde el individuo busca un estado constantemente embriagador que le separe del mundo, mostrándole sólo aquello que le es amable, placentero, superfluo y sensual. Eros anda suelto con sus flechas y todos desean ser apuntados por él.

No obstante es una estetización de la vida que el individuo contemporáneo fácilmente debe entender puesto que en nuestra sociedad todos los objetos son bellos independientemente de su función, las imágenes que nuestro mundo proyecta son bellas pero, al igual que en el rococó, están vacías: su único fin es vender, prometiéndonos placer, anestesia para nuestros males. Al igual que en el rococó, mientras que el mundo muere de hambre, nosotros nos cegamos al placer de los sentidos y del consumo de objetos atractivos y llenos de gracia. A nuestra era se le denomina en muchas ocasiones neobarroca, pero podríamos decir también, o más bien, neorococó, ya que, al igual que aconteciera en aquel ayer, el contenido moral ha desaparecido de nuestras vidas.

[hr] 1  TATARKIEWICZ, W.: Historia de seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mimesis, experiencia estética, Madrid, Tecnos, 1990, págs. 352-353.
2  VIÑAMATA, A.: El rococó, arte y vida en la primera mitad del siglo XVIII, Barcelona, Montesinos, 1987, pág. 17.
3  ASSUNTO, R.: Naturaleza y razón en la estética del setecientos, Madrid, Visor, 1989, págs. 107-111.
4  Íbidem, pág. 109.